lunes, 29 de abril de 2013

La colaboración no es una tecnología, es un comportamiento

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RemoA estas alturas de película, mucho tenemos ya una buena cantidad de ejemplos de nuestras empresas o de otras en los que los intentos por implantar una herramienta tecnológica terminaron en un tremendo derroche de tiempo, esfuerzo y dinero.
Por eso precisamente me gustó este artículo en Fast Company, Getting your employees to share their best ideas on Yammer, Chatter and Enterprise Social, del que extraje precisamente la frase con la que he dado título a esta entrada: “la colaboración no es una tecnología, es un comportamiento”.
¿Dónde está el quid de una implantación tecnológica? En el caso de las herramientas de colaboración y de generación de contenido en la empresa, la respuesta parece clara: en el desarrollo de una cultura coherente con la herramienta. Un factor mucho más difícil en sí que el despliegue tecnológico, y al que, sin embargo, se suele prestar muchísima menos atención. Por alguna misteriosa razón que puede resultar difícil de comprender y que puede ir desde la buena fe hasta la pericia a la hora de vender de determinados implantadores, directivos hechos y derechos llegan a pensar que solucionarán sus problemas de comunicación o colaboración interna simplemente implantando una herramienta, como si aquel “si lo construyes, ellos vendrán” fuese una verdad absoluta.
La cuestión parece casi una maldición bíblica: si tu empresa fomenta y posee una cultura de colaboración, seguramente la implantación de una herramienta no sea un tema crítico, porque dicha colaboración se estará ya produciendo aunque sea mediante notas escritas en avioncitos de papel (lo cual, obviamente, no quiere decir que no se deba hacer, porque puede haber mucho a ganar merced al uso de las herramientas adecuadas). En cambio, si tu compañía no posee dicha cultura y de verdad crees que es crítico crearla, la herramienta como tal es más que posible que no te sirva para nada. Pragmatismo al poder.
La colaboración es clave a la hora de generar información, para uso a nivel interno o externo, y puede generar muchísimo valor a todos los efectos. Pero genera muchísimos retos: en una cultura altamente jerarquizada, promover que surjan ideas a cualquier altura de la pirámide jerárquica resulta enormemente complejo, porque a la propia jerarquía le resulta muy difícil asimilarlo. El organigrama, como auténtico corsé que impide la innovación. Y curiosamente, resulta muy fácil anticipar el problema: mucho antes de comenzar el despliegue de la herramienta, ya puedes escuchar comentarios sobre cómo no va a servir para nada, haciendo referencia a “la última ocurrencia” o “la última moda”, minimizando su posible importancia o anticipando problemas derivados de la misma. En muchos casos, el fracaso se convierte en una auténtica profecía autocumplida.
Visto así, la clave del éxito o del fracaso en el rendimiento de una compañía en los tiempos de la web social tiene mucho que ver con el desarrollo o la reinvención de una cultura abierta, menos jerarquizada, más desestructurada y más “moderna”, que con la adopción de una u otra herramienta. Y sin embargo, la gestión del cambio cultural, como intangible de gestión sumamente compleja, es algo a lo que se le suele prestar muchísima menos atención. Inversiones en desarrollo, reinvenciones de la rueda, despliegues impresionantes en implantación e integración… para terminar fallando en lo más obvio, y echando la culpa a la herramienta. No, la herramienta no puede condicionar un cambio cultural: son otras cosas las que lo provocan.
¿Os suena conocido? ¿Alguien se atreve a comentar casos que hayáis evocado mientras leíais estas líneas?
Enrique Dans

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