A
estas alturas de película, mucho tenemos ya una buena cantidad de
ejemplos de nuestras empresas o de otras en los que los intentos por
implantar una herramienta tecnológica terminaron en un tremendo derroche
de tiempo, esfuerzo y dinero.
Por eso precisamente me gustó este artículo en Fast Company, “Getting your employees to share their best ideas on Yammer, Chatter and Enterprise Social“,
del que extraje precisamente la frase con la que he dado título a esta
entrada: “la colaboración no es una tecnología, es un comportamiento”.
¿Dónde está el quid de una implantación tecnológica? En el
caso de las herramientas de colaboración y de generación de contenido en
la empresa, la respuesta parece clara: en el desarrollo de una cultura
coherente con la herramienta. Un factor mucho más difícil en sí que el
despliegue tecnológico, y al que, sin embargo, se suele prestar
muchísima menos atención. Por alguna misteriosa razón que puede resultar
difícil de comprender y que puede ir desde la buena fe hasta la pericia
a la hora de vender de determinados implantadores, directivos hechos y
derechos llegan a pensar que solucionarán sus problemas de comunicación o
colaboración interna simplemente implantando una herramienta, como si
aquel “si lo construyes, ellos vendrán” fuese una verdad absoluta.
La cuestión parece casi una maldición bíblica: si tu empresa fomenta y
posee una cultura de colaboración, seguramente la implantación de una
herramienta no sea un tema crítico, porque dicha colaboración se estará
ya produciendo aunque sea mediante notas escritas en avioncitos de papel
(lo cual, obviamente, no quiere decir que no se deba hacer, porque
puede haber mucho a ganar merced al uso de las herramientas adecuadas).
En cambio, si tu compañía no posee dicha cultura y de verdad crees que
es crítico crearla, la herramienta como tal es más que posible que no te
sirva para nada. Pragmatismo al poder.
La colaboración es clave a la hora de generar información, para uso a
nivel interno o externo, y puede generar muchísimo valor a todos los
efectos. Pero genera muchísimos retos: en una cultura altamente
jerarquizada, promover que surjan ideas a cualquier altura de la
pirámide jerárquica resulta enormemente complejo, porque a la propia
jerarquía le resulta muy difícil asimilarlo. El organigrama, como
auténtico corsé que impide la innovación. Y curiosamente, resulta muy
fácil anticipar el problema: mucho antes de comenzar el despliegue de la
herramienta, ya puedes escuchar comentarios sobre cómo no va a servir
para nada, haciendo referencia a “la última ocurrencia” o “la última
moda”, minimizando su posible importancia o anticipando problemas
derivados de la misma. En muchos casos, el fracaso se convierte en una
auténtica profecía autocumplida.
Visto así, la clave del éxito o del fracaso en el rendimiento de una
compañía en los tiempos de la web social tiene mucho que ver con el
desarrollo o la reinvención de una cultura abierta, menos jerarquizada,
más desestructurada y más “moderna”, que con la adopción de una u otra
herramienta. Y sin embargo, la gestión del cambio cultural, como
intangible de gestión sumamente compleja, es algo a lo que se le suele
prestar muchísima menos atención. Inversiones en desarrollo,
reinvenciones de la rueda, despliegues impresionantes en implantación e
integración… para terminar fallando en lo más obvio, y echando la culpa a
la herramienta. No, la herramienta no puede condicionar un cambio
cultural: son otras cosas las que lo provocan.
¿Os suena conocido? ¿Alguien se atreve a comentar casos que hayáis evocado mientras leíais estas líneas?
Enrique Dans
lunes, 29 de abril de 2013
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