domingo, 24 de marzo de 2013
Canción triste de la Cámara
9:48
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Juan R,Gil Diario Información 24-3-2013
La institución que preside Garrigós pretende alquilar su sede, un edificio emblemático, que se compró y rehabilitó con dinero público, sin licitación. Es el tiro de gracia que le faltab
Lo peor de acudir a un funeral es que descubras que el muerto eres tú", me comentaba hace unas semanas, a propósito de otro óbito, un destacado miembro de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Alicante, cuya opinión tengo siempre muy en cuenta. Mira por donde resulta que mañana están convocados el comité ejecutivo de la susodicha institución y su pleno precisamente para certificar una defunción. Todos los integrantes de tan importantes juntas, como si el guión lo hubiera escrito Amenábar, lo saben, aunque no quieran reconocerlo; saben que los muertos son ellos. Lo patético es que ni siquiera parece que vayan a ser capaces de organizar un sepelio digno.
Todo lo contrario. Si nadie lo remedia, el comité de la Cámara y su pleno van a aprobar mañana la conversión de la entidad, de institución de referencia, en portería de un bufete de abogados. La Cámara quiere alquilar, por un estipendio ciertamente bajo por muy mal que esté el mercado, las plantas nobles de su flamante sede del antiguo hotel Palas a Cuatrecasas, cuyo prestigio jurídico nadie discute, pero que es una empresa privada. Dado que los abogados y ejecutivos de la firma ocuparán el segundo y tercer piso, a la Cámara le quedan el hall y el sótano. Ya pueden ir José Enrique Garrigós y los suyos pidiéndole un plano de despachos a los futuros inquilinos, porque el personal de la entidad que dirigen, ahí abajo, va a tener como principal misión a partir de ahora orientar a las visitas. "¿El letrado tal? Sí, segunda planta a la izquierda. Nada más salir del ascensor. De nada".
Llevo dos días escuchando todo tipo de explicaciones. Y comprendo casi todas. Pero sigo preguntándome lo mismo: ¿a quién se le ha ocurrido tamaño disparate y cómo nadie ha reparado en que, en estos tiempos, lo primero que hay que pararse a pensar es en lo que es correcto y lo que no es correcto hacer, te llegue o no el agua al cuello?
La Cámara inició el proceso para convertir en su sede el antiguo hotel Palas, un inmueble emblemático de Alicante, guardián desde principios del siglo XIX del acceso al corazón mismo de la ciudad desde la esquina enfrentada a la de la Casa Carbonell, en el año 2004, cuando todavía deambulábamos con la borrachera del nuevo rico en este país. E inauguró el edificio, magníficamente rehabilitado por el arquitecto Juan Antonio García Solera, cinco años y más de 25 millones de euros después, cuando Lehman Brothers ya había hecho estallar el mundo conocido aunque aún no fuéramos capaces de calcular cuánto de letal iba a ser su onda expansiva.
Simbólico. El propósito fue bueno. Y acorde con lo que se era y lo que se representaba. La Cámara de Alicante siempre fue mucho. Mucho más que la de cualquier otra provincia. Un poder fáctico en sí mismo. Y el edificio del hotel Palas, en su sencillez espartana por fuera, un punto simbólico de una ciudad y una provincia huérfanas de ellos. Una pieza insustituible de una postal que quizá haga tiempo que no exista, pero en la que quienes somos de aquí o quienes viven y aman esta tierra, nos reconocemos. Que la Cámara rescatara ese inmueble que se estaba hundiendo lo aplaudimos todos, el que esto firma el primero. Y no importó el dinero que se gastó, porque en el fondo se trataba -o eso al menos creíamos- de recuperar una cierta dignidad como ciudad y, se sienta así o no, como provincia.
Pero era dinero público. El edificio se compró con algo más de tres millones de euros que aportaron los alicantinos a través de su ayuntamiento, es decir, de sus impuestos, a cambio de que la vetusta sede cameral de la calle San Fernando pasara a manos municipales. Y se rehabilitó, chequera en mano, con el dinero de los impuestos de todos los ciudadanos de esta Comunidad. Una parte, vía subvención de la Generalitat. Y otra, con los recursos de la propia Cámara, recursos que eran igualmente de todos, puesto que la entidad no sólo es un organismo de derecho público, como demuestra el que sus cuentas estén auditadas por la Sindicatura, sino que en aquel entonces todavía existía para las empresas la obligatoriedad de sostenerla con el pago de cuotas.
¿Y ahora nos enteramos por la prensa, nunca mejor dicho, de que vuelve a manos privadas vía alquiler negociado sin publicidad? ¿Y dónde está la licitación pública? ¿Cuándo y dónde la Cámara anunció que ponía en almoneda esa sede en la que tanto invertimos porque era emblemática? ¿Dónde está el pliego de condiciones bajo el cual se arrienda? ¿Qué ofertas han buscado, puestos a cometer la tropelía, para garantizar al menos que se percibirán los ingresos máximos que el mercado permita? ¿Qué gestiones se han hecho, y con quién, para que primero el uso siguiera siendo en la medida de lo posible público y, de no poder ser así, el arrendamiento fuera lo más justo posible; resultara el más beneficioso no sólo para la Cámara sino para los intereses de Alicante, cuyos vecinos pagaron al fin y al cabo la fiesta; y se resolviera de la forma más transparente que la ley prevea? ¿Cuántos sabían que la Cámara se alquilaba si ni siquiera las administraciones más importantes de esta provincia tenían conocimiento de ello?
Empresa familiar. Yo no sé, como Zabalita, cuándo se jodió el Perú. Si fue cuando la Cámara de Alicante se convirtió en una empresa literalmente familiar, cualidad ésta que no sólo le confiere poco margen de maniobra en un momento de crisis como la actual, sino que también explicará muchos de los votos que mañana se produzcan en favor del alquiler. O si fue cuando se despeñó por la cuesta de la endogamia y cerró sus puertas a muchos de los que hubieran podido aportar prestigio, criterio y solvencia. Si empezó a morir cuando se convirtió en una autocracia o cuando, siguiendo la lógica de la evolución, pasó a ser una monarquía hereditaria. Si entró en coma cuando, copiando el discurso de su todavía miembro Juan José Sellés, se dio el timón a los tontos útiles o si fue cuando tuvo que ampliar sus órganos de gobierno para dar cabida a tanto tonto útil como quería entrar. Si cuando Zapatero les quitó las cuotas o cuando Camps dejó de pagarles lo que les debía. Si lo que ocurrió es que no fueron capaces de rentabilizar y poner en valor los magníficos equipos que todavía tienen o que, simplemente, quienes tenían que preocuparse y ocuparse de ella dejaron de hacerlo porque ya no les reportaba, personalmente, ni beneficio social, ni coartada para traficar influencias o manejar información privilegiada. No sé cuándo ocurrió la quiebra. Pero lo que sí sé es que lo que ahora pretenden es, como mucho, pan para hoy y hambre para mañana. Lo que sé es que se están metiendo en un lío cuya envergadura dudo que hayan sabido medir y que, dado que su presidente, Garrigós, hizo pinitos en un conjunto pop, y su director general, Carlos Mazón, se presentó a un concurso para ir a Eurovisión, deberían ya estar componiendo un blues, aunque dudo de si a modo de canción triste de la Cámara, de ellos mismos o de todos nosotros. Ya digo: no sé. Lo que sé es que, puestos a liquidarla, mejor hubiera sido darle el tiro de gracia en la plaza del Mar, a plena luz del sol o de la luna llena, aunque sólo fuera en memoria de lo que representaron aquellas Noches de la Economía Alicantina en las que hasta Zaplana venía dispuesto a temblar.
Sé también que dirán que no tienen un euro. Y que replicarán que es muy fácil criticar desde aquí, sin aportar salidas. Pero la respuesta en ambos casos es la misma: a quienes hoy están ahí se les ha dado la representación o el sueldo para que busquen las soluciones o se vayan si no son capaces de encontrarlas; no para que malvendan el ajuar. Para alquilar, sin más objetivo que el de subsistir por subsistir aunque no se preste el servicio para el que las Cámaras se crearon, mejor liquidar y transferir el patrimonio a la Hacienda pública. Tampoco va a ser la primera. Y si creen que lo que se ha escrito hoy aquí es duro, entonces que esperen a que Juan Antonio García Solera sepa que los nuevos inquilinos piensan poner patas arriba el edificio para adaptarlo a sus necesidades. Entonces sí que se van a enterar de lo que vale un peine.
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